lunes, 28 de mayo de 2012

No espero que lo entiendan (Crónica Sonisphere)

 Este fin de semana he ido al Sonisphere. He ido acompañado por unos amigos míos que viven el rock, el metal, la música de la misma manera que yo. 
He acampado con ellos y con miles y miles de personas que iban a pasar un fin de semana mágico, inolvidable, irrepetible. No sé si vivieron la experiencia con el mismo entusiasmo que este servidor, pero si sintieron el 50% que yo, entonces han estado la mitad del tiempo ilusionados como niños pequeños.

El día empezó con compras. Comida, bebida y algunos utensilios básicos para pasar muchos horas en una tienda de campaña. Calor, hacía mucho calor. Pero el sudor no empezó a caer de manera agresiva hasta que tuvimos que esperar a otro compañero más minutos de la cuenta para salir a Getafe.

Ya en Getafe, cargadísimos de bolsas, de mochilas y con un sol que no paraba de aumentar el peso de nuestras mercancías, andamos hasta la taquilla para recoger las afortunadas entradas que con tan poco esfuerzo conseguimos. Con el billete de entrada al paraíso conseguido, fuimos a acampar. Beber un poco, recargar fuerzas, sentarnos, prepararnos físicamente para lo verdaderamente importante: la música. 

Con el dulce sonido del metal atrayéndonos hasta sus entrañas, llegamos por fin al auditorio John Lennon. Nos habíamos perdido algunos grupos que eran de nuestro agrado, pero no importaba. Lo importante era estar descansados y dispuestos, que muertos de cansancio disfrutando mínimamente de todos los conciertos posibles. 

Explosión de emociones, de sensaciones. Todas positivas, todas que no paraban de desbordar. Todas que ya conocía y sin embargo prometo que nunca me acostumbraré.
Música, mucho más que eso. La música no es solo música. Es un sentimiento, es una necesidad que no sabes de dónde sale, pero sí que sabes por dónde entra. Por los oídos. Empieza ahí y sale por todos los poros de tu piel. Te coge y te libera de cualquier carga, de cualquier preocupación. Entonces es cuando eres música. Dejas de ser tú y te conviertes en una masa musical.

Entonces todo acaba. El oasis se desvanece. La música termina y vuelves a ser tú. Pero con recuerdos de lo que fuiste, de todo lo que pasó por tu cabeza. 
Exhausto, sudoroso y con un grave ligero olor a mono, vuelves a casa. Pero sobretodo melancólico. Es difícil olvidar. De hecho aseguro que nunca olvidaré del todo este último fin de semana.
Coges el tren a casa. Piensas en muchas cosas más:

Lástima por todos aquellos que piensan en el metal como un mundo muy diferente al que es. Y es que muchos tacharán a este estilo de música como ruido, como suciedad, como agresividad y melodía de dudoso gusto. Pero no espero que lo entiendan. Hace ya mucho que desistí en la tarea de transportar mi manera de ver el rock cómo lo veo yo. 

Probablemente eso sea una de las mejores cosas del rock, del metal, del heavy metal o cómo lo queráis llamar. Que no es un género de masas aglomerantes. Que los que no están inmersos hasta el fondo nunca entenderán ni el 10% de lo que realmente transmite. Que el oído hay que entrenarlo, y que la música fácil está hecha para oídos fáciles. 

He sido feliz. Terriblemente feliz mientras levantaba las manos imitando la famosa señal inventada por Ronnie James Dio. Mientras gritaba ante el "¿¡Ready!?" de mis ídolos musicales. Mientras hablaba con mis amigos de lo que iba a suceder a lo largo del día. Y ya no os podéis ni imaginar lo feliz que he sido mientras todo eso se hacía realidad con una magnitud previamente infravalorada. Por todo eso y mucho más...Gracias Sonisphere, gracias música.